RICARDO NIEVES
“La ley es tela de araña y en mi ignorancia lo explico: no la tema el hombre rico nunca la tema el que mande, pues la rompe el bicho grande y solo enreda a los chicos.” (Martín Fierro).
La historia del derecho penal es la historia de dos naciones: la de los ricos y la de los pobres. La frase, de Ralf Dahrendorf (1929-2009), enmarca el pecado original del derecho punitivo, la selectividad. Es la mancha imborrable del derecho y la justicia penal. Filtro que cuela y retiene, a conveniencia del sistema, según ascendencia y condición, quienes saldrán ilesos y cuáles bichos quedarán atorados en las densas redes del entramado judicial.
Dahrendorf, sabio liberal, a distancia de marxistas, funcionalistas y estructuralistas, visualizó con tiempo las entretelas del conflicto social. Adelantó preocupaciones por las que tildó “subclases de los excluidos”, oponiéndose al “institucionalismo moralizante de la izquierda y a las mezclas ambiguas de la derecha”. Su crítica ataca las gruesas paredes que interfieren en los niveles socioeconómicos y culturales de las personas. Reflejando las capas complejas de la conducta, rayana en la desviación social y el delito convencional. Todavía útil, el estudio desmenuza la realidad cambiante, los filamentos entretejidos y los hilos forjadores de la sociedad (pos) moderna. Sin obviar ni salirse de los intersticios profundos que organizan las relaciones humanas y las diferencias palmarias en los distintos (des)niveles sociales.
El sistema penal fue y sigue siendo pensado para la gente “clase c”, su objetivo fundamental está dirigido básicamente a la pobretería social. Fuera de catálogos y utopías que sueñan con extender los brazos cortos de la justicia, el castigo, simbólico y concreto, marcha a la velocidad y medida del sistema político y de la construcción social. Los más vulnerables, blanco de origen y selección, figurarán como eternos convidados a continuar ensanchando la paupérrima clientela carcelaria.
Lévi-Strauss y Bauman deshilvanaron las tres modalidades estratégicas de la exclusión. La fágica, que absorbe y aniquila; la émica, que destierra y expulsa; y la que invisibiliza y procura (des)nombrar y anular a los más débiles. Enredados en el sistema penal, los pobres son invisibilizados y convertidos en estadísticas que cebarán al sistema sancionador y penitenciario. Así se construyó el poder punitivo dominante, sofisticado, regresivo, persistente; sostenido en la naturaleza misma del control social, transformado con el tiempo, negado a desaparecer. Exportado de Europa, el modelo de verticalización social que trabó en América fue crudo, deshumanizante. La exclusión facilitó la colonización, basada en la jerarquía de clases que predominó y echó raíces en cada estrato de la vida y la cultura. Segregación, racismo y exclusión –dice Zaffaroni –, fraguaron el esquema de sometimiento, expropiación y explotación colonialista. La indumentaria colonial ocluyó todo tipo de trato diferente, bajo la opacidad del modelo inquisitorio que, siglos después, se apropiaría del conflicto, la víctima y el ideal de justicia.
La carpeta mayúscula de criminalización primaria y secundaria, la producción normativa, con viejos y nuevos tipos penales, garantizó la amplitud y rigurosidad de mayores penas para quienes carecen de nombre. Paralela, una red difusa de vericuetos procesales y tortuosidades (amañadas) de los procedimientos, culminaría siempre en favor de los intocables, renombrados. La pretendida universalidad de la ley (Principio de Igualdad) se estrella contra el muro de la realidad. Que, pese a ser mutante, preserva la constancia selectiva y la gradualidad excluyente. Una barrera rocosa contiene y determina, en tierra movediza, la subjetividad porosa de la igualdad jurídica. El supuesto normativo de que todos somos iguales ante la ley recala tan deseable como embustero. Circunda y adorna el eco de una frase hueca, refutada por la propia negación histórica del precepto. El Principio de Igualdad sobrevuela cabezas de togados y doctrinas garantistas, asumidas por fiscales resueltos y ecléticos magistrados. Pero esfumándose, la idea de igualdad desaparece entre volutas etéreas de nula imparcialidad y tuerta justicia punitiva.
Sembradas perduran las sólidas bases de un poder histórico que discrimina y reproduce desigualdad. Que legitima la selectividad y, desde las diferencias, sanciona con mayor enfado y mordacidad a los justiciables empobrecidos. Círculo vicioso. El chivo expiatorio, fabricado o escogido, fue gestado en el mismo útero social que, a la sazón, pagará su sacrificio: Casi en su totalidad el sujeto reprimido penalmente es un aporte –desviado– del sistema social que luego lo nombrará y seleccionará culpable, como símbolo favorito para la sanción ejemplarizante. La selectividad, hija putativa del tinglado político, hijastra callejera del orden social, cabe perfectamente en cuatro palabras sencillas: ¡los pobres del país! La antigua discriminación sólo ha dorado la celda de hierro, adecuado su estrategia de exclusión. Pero jamás ha prescindido de ella. Y si hubo épocas peores, hinchadas por el martirio y la arbitrariedad, donde pereció por completo la dignidad humana, pésimo consuelo sería para esta civilización, orgullosa de acrisolar la dignidad como su mayor prenda y más valiosa conquista universal.
Los desencuentros del poder punitivo son remedos de aquel pasado feroz. Superando ya el utillaje del horror y las herramientas del tormento. La herencia, erigida sobre el “enemigo común”, nunca se dividió en partes iguales, las altas dosis de dolor penal continúan recayendo sobre las espaldas escaldadas de los miserables y menos favorecidos de la nación. Quienes, en definitiva, encarnan la materia prima de la máquina con que opera el control social punitivo a sus anchas. A los poderosos (políticos o no), la justicia penal les tiene reservadas sanciones más piadosas, salidas garantistas, conforme a la estatura de su escalinata social. Silencio dulcificado de letrados, encumbradas magistraturas y dudosos señoríos, caso a caso, la industria penal, en firme, sigue funcionando. Debido a la alarma social y su correa de transmisión expresa, mass media y redes sociales, canales expeditos de la vigorosa criminología mediática.
Ninguna costumbre perniciosa debería consentirse sin indignación. Hoy, al mejor estilo de Lampedusa, el sistema penal ha diversificado su rol, no así la oscura estela de su viejo colador discriminatorio. Liberar al derecho punitivo del estigma de ser el derecho de gentes pobres, es un desafío éticamente supremo. Imperativo. Más que para las ciencias penales y criminológicas, frente a la conciencia moral y el pensamiento civilizado; superar esta fisura que agrieta la ciencia del derecho, encharca la justicia y desmiente la democracia.
Clérigos, juristas, académicos y doctrinarios, periodistas y alabarderos proclaman la defensa del Estado de Derecho ¿Pero a nombre de quién exigimos? ¿A favor de quiénes hablamos? Estado de derecho, debido proceso de ley y tutela judicial efectiva no deberían girar exclusivamente en torno de una corporación elogiosa, de ciudadanos vip y personas poderosas…
Megaladrones, evasores y lavadores consentidos, corruptos hormonales, delincuentes de cuello blanco y variada estofa, han prolongado una dinastía impune, acaudalada; victoriosa. Que pulveriza la ley penal y echa lodo constante sobre el rostro mancillado de los cenicientos tribunales. La justicia penal, éxito rotundo para la impunidad de los poderosos, grillete de acero en el cuello de los descamisados de la patria… ¿Hasta qué día, hasta cuándo?